Los hombres manejamos el reloj; la historia maneja el tiempo.
Independiente de Avellaneda no es sólo un nombre institucional o una
"marca" futbolística. Es también una cultura, una manera de ser,
responde a una índole, es fiel a una genética.
Tras la pitada final del árbitro Wilmar Roldan en el Maracaná,
aquellas criaturas desenfrenadas corrieron locamente hasta encontrar un
abrazo fraterno con alguien igualmente extenuado y feliz. Y luego
sobrevino un llanto emocionante en las rondas de jugadores unidos por el
triunfo. Igual que en los 60, los 70, el inolvidable 84 y todos los después…
Ariel Holan, hincha, socio, director técnico y líder del campeón de la
Sudamericana 2017, se reencontró con un paradigma que seguramente lo
había seducido en sus épocas de fanático de tribuna: la mística del Rey de Copas.
Su padre a quien invoca frecuentemente con profundo amor debió
trasmitirle el significante de Independiente: "defensa de hierro"
("Hacha Brava" Navarro, el "Chivo" Pavoni, "Pipo" Ferreyro, el "Gringo"
Enzo Trossero, Jorge Maldonado, Pedro Monzón…) entre tantos… "mediocampo
sutil, tocador y de buen manejo" (el "Pato" Pastoriza, Bochini, el más
grande, Marangoni, Giusti, Burruchaga, Larrosa y una "delantera
profunda, vertical, goleadora: desde Seoane y Orsi con 154 goles en el
amateurismo del 20, pasando por Canaveri, Lalin, Ravaschini, Seoane y
Orsi o aquella otra de Maril, De La Mata, Arsenio Erico –nadie cabeceó
como él-, Sastre y Zorrilla en el 38. Y si no la de la Selección
Argentina del Sudamericano de Chile en 1955 con Miceli, Cecconato,
Lacasia (o Bonelli), Grillo y Cruz. Esos delanteros le hicieron seis
goles al Real Madrid de Alfredo Di Stéfano. Imparables.
El tiempo es quien genera esta pasión hacia lo que resultará una doctrina que en el caso del fútbol se idealiza. Holan es inequívocamente un receptor genético de aquello con que siempre Independiente enorgulleció a sus hinchas. Y armó un equipo invocando la "intensidad bielsística o simeonística" que antes, mucho antes, ya era Independiente .
Lo era – y lo vio el propio Ariel Holan- en las Copas Libertadores de
los 64 y 65 o en las de los 72; 73; 74 y 75. Valorando la firmeza de los
de atrás – Eduardo Antonio Comisso, el "Zurdo" López, "Pancho" Sá o
"Lucho" Garisto y el "Chivo" Pavoni. No pudo dejar de verlo o saber lo
que significan en Independiente los goleadores como Mario Rodríguez,
Raúl Armando Savoy, Héctor Casimiro "Chirola" Yazalde o Daniel Bertoni.
El profundo conocimiento de la historia y su asimilación personal a tal
cultura nos permiten pensar que Independiente no buscó a Holan si no
que fue la "unión del hombre con la divinidad" que resulta ser otra de las acepciones que explican la "mística".
Recordamos a grandes directores técnicos del Rojo.
La vida nos permitió compartir horas, espacios y viajes al exterior con
Don Manuel Giúdice, Pedro Dellacha, Humberto Maschio, el "Pato"
Pastoriza, el "Zurdo" López. Dios mío,… Dellacha , el "Bocha" Maschio
eran símbolos de la "Academia" y el "Pato" también jugó en Racing antes
de hacerlo en Independiente… Y fueron bienvenidos al Rojo, bendecidos, respetados por la tribuna y hasta queridos… ¿Que nos pasó como sociedad que hoy resultaría inimaginable siquiera pensar en una cosa así?
Al verlos pletóricos, legítimamente orgullosos de lo que habían logrado nada menos que en el Maracaná
de Río, frente a la multitud hostil desde el día previo al partido
recordé a los Independientes anteriores, a los campeones, a los Rey de
Copas indiscutibles. Y rescaté una parte de la historia del campeón Intercontinental de 1984 consagrado en el Estadio Olímpico de Tokio.
Aquellos hombres asumieron la responsabilidad de enfrentar a un equipo
inglés, el Liverpool, tras la guerra inexplicable de Las Malvinas en un
contexto de dolor, orgullo y deportividad.
Aquel Independiente que ganó por 1-0 la Copa Toyota con gol de José
Percudani traía cosas de los históricos Independientes, los ganadores
múltiples de la Libertadores y hasta de una Intercontinental emergente
(1973) ante la Juventus –reemplazó al Campeón de Europa, el Ajax de
Holanda por problemas económicos- en el Olímpico de Roma con gol del "Bocha" (Ricardo Enrique Bochini). Esos equipos del Rojo dejaban la piel en la cancha, había que "matarlos
para ganarles, eran hombres con una tremenda moral, una enorme
convicción, mucha confianza en sí mismos, generosos con el compañero,
altruistas con el equipo, de tremendo coraje en la adversidad, sin
vedetismos ni soberbias personales". Y el miércoles pasado
ante el Flamengo por la final de la Copa Sudamericana volvimos a
advertir en el Independiente de hoy aquellas mismas virtudes. Hagamos un
repaso a la intimidad del Independiente Campeón de la Intercontinental
del 84. Luego, veamos los puntos en común a pesar del tiempo que medió
entre aquel logro y esta Copa. Aquella nota se tituló "Un equipo de
salame y queso" y fue publicada en la edición de El Gráfico del 11 de
Diciembre de 1984, decía así:
¿Empiezo
por el principio o empiezo por el final? El principio son los seis días
de convivencia, más el viaje de 32 horas desde Buenos Aires a Tokio. El
final es el rito sublime de una vuelta olímpica consagratoria plena de
felicidad, con algo de emoción y mucho de suspiro. No importa, ya
veremos. Pero mientras lo ordeno, vale una definición: Independiente no
es un grupo, ni una familia, ni un conjunto, es, antes que nada, un
código, una secta. Se perciben por olfato, se entienden por señas, se
intuyen por ademanes. Es una vidriera: todo está a la vista. Los que
dirigen y los que juegan. Y todo resultó tan simple, tan doméstico, tan
concreto que hasta puede sembrar ciertas dudas. Mire esto: íbamos en el
vuelo 830 de Varig entre Los Angeles y Tokio. Ya llevábamos como 24
horas desde la partida aquel domingo 2 de diciembre a las 6 de la tarde.
Los jugadores y los dirigentes pasaban inadvertidos entre los 200
pasajeros del DC 10. Todos conservaban sus lugares en el avión y muy
pocos habían tenido alguna fila intermedia de cinco asientos desocupados
para poder estirarse. Con excepción de Marangoni y Percudani, el
plantel debió recoger las piernas y aguantar el asiento. Nadie se quejó,
muy pocos se quitaron la corbata del uniforme recién estrenado y todos
se manejaron con gran cordialidad. Monzón se animó a armar su voluminoso
mate de plata y a su alrededor se formó el primer grupo. De pronto,
Horacio Cirrincione, uno de los dos ayudantes de campo de Pastoriza,
abrió un bolso de mano y sacó dos verdaderos e inigualables manjares: un
salamín y un quesito de Tandil. Pidió un cuchillo a la amable azafata y
bajando su mesita comenzó a cortar salame y queso. Le trajeron pan,
vino y cerveza, y en menos de diez minutos jugadores dirigentes,
periodistas y tripulantes estaban alrededor de Cirrincione desafiando el
incomparable menú de cocina francesa que Varig le ofrecía a sus
pasajeros. Al salmón, al filete mignon, con salsa de hongos, a los
vegetales hervidos al cognac y a la crema de espárragos. Todo el mundo
metido en la picada. Es más, Linda Oliveira, una de las azafatas, nos
dijo que habían cumplido con el sueño de la vida de cualquier
tripulante: que alguna vez fueran servidos por pasajeros.
Sin una queja
Antes
de llegar a Tokio, tras un día y medio de viaje, los jugadores lucían
como si recién hubieran salido: todo el mundo afeitado, con corbata y
con la mejor predisposición para atender a la prensa japonesa que los
aguardaba en el aeropuerto de Narita. Burruchaga, el único jugador
requerido por la televisión -acaso por su condición de capitán de la
Selección Nacional- sostuvo en forma permanente su actitud serena y
hasta sonriente. Cuando llegó el momento de sacar los bultos de la
aduana, tras el control, vi a Pastoriza empujando el carro con los
voluminosos sacos de la utilería. Luego, ya en el ómnibus, nos esperaban
no menos de 90 minutos de lenta marcha a través de congestionadas
autopistas. Dos periodistas japoneses de medios escritos se subieron al
ómnibus y a través de una traductora requirieron a Burruchaga, Clausen,
Giusti y Enrique todas las respuestas posibles. Nadie se quejó del
viaje, de los reportajes, de la lentitud, del cansancio, ni de nada. Al
llegar al hotel Takanawa Prince, más periodistas, más fotógrafos y un
desencuentro en la organización de la cena para los jugadores. Eran las
nueve de la noche del martes, habíamos salido a las seis de la tarde del
domingo. Descontando las doce horas de diferencia llevábamos 39 horas
sin un reposo elemental. Los muchachos comieron en las butacas de una
barra de la cafetería y sólo aquello que había sobrado: sándwiches,
papas fritas y helados. No escuché a nadie quejarse…
Hoy tras la pitada final de Arppi, sentí una profunda emoción y quise
decírselo sumando mi abrazo. Un abrazo más. Bajé los cincuenta a sesenta
escalones pidiendo permiso a quienes por los mismos pasillos subían
buscando las salidas. No sé, en menos de un minuto estuve frente a
ellos. Los vi de carne y hueso: gritando, llorando, vibrando. La
mayoría, tal vez, extasiados ante la copa que orgullosamente levantaba
Trossero. No tomé nota porque creí que podría registrar todo con la
memoria. Fue un error: me acuerdo de pocas cosas porque junto con la
distensión me llega el cansancio. Veo a Pedro Iso, desencajado, con los
ojos brillantes y los labios temblorosos. Como si desde el fondo de su
alma llegara el suspiro de un último acto presidencial consagratorio.
Veo a un Marangoni explotar en el dibujo de sus venas faciales con un
grito sagrado: ¡campeones! Veo a Bochini pálido, sereno, austero,
integrado a todo por sin reaccionar.
Le digo lo primero que se me ocurre, lo que le hubiera dicho cualquier hincha rojo: 'Grande Bocha, grande'. Me mató, me contestó algo así como "Bien, sí, pero pudimos andar mejor". Veo a Burruchaga abrazando a su fiel e inseparable amigo Clausen sin separar las mejillas por algunos minutos. Veo a Enrique con la misma sonrisa agrandada, la actitud suficiente de sus veinte años y siguiendo una broma que empezamos el primer día. Le digo: 'Sos un jugador de entrecasa; cómo arrugaste, cómo te achicaste'. ¿Qué me podía contestar? "No le dije que si jugaba yo, estos no podían perder…" Y por fin, por fin, lo veo sonreír a Trossero. Habíamos empezado mal en el viaje de ida, durante una tertulia que duró varias horas, polemizamos. Lo de siempre: ¿por qué discute tanto con los árbitros? ¿Por qué se queja de cualquier fallo? Severo, agudo, firme, me respondió: "Yo soy así, no me banco las injusticias, y lo digo, y chau. Y, ojo –me advirtió- no voy a cambiar". No me pareció del todo sincero hasta que al día siguiente, en la primera práctica, Pastoriza me pidió que actuara de árbitro. Es que él, Adorno, Cirrincione y Kenny se integraban al picado y hacía falta alguien que pitara. Acepté. El primer foul que le cobré en contra, creo que me insultó y me hice el burro. A los pocos minutos le marqué un out-ball en contra y tiró la pelota lejos y despectivamente. Comprobé, entonces, que aquel hombre no mentía: le daba lo mismo la final de la Copa del Mundo dirigida por Arppi que un picado informal arbitrado por un voluntario e ineficiente referí. Ese hombre, que junto con Marangoni y Goyén fueron los únicos en hablar, evaluar y preocuparse por el Liverpool, era tal como se definía. Allí, en el podio, su actitud rigurosa se tornaba tierna, vital, transparente. Y también vi a Adorno, un apasionado, una ametralladora hablando, definiendo, trabajando. Un loco del fútbol que no para de pensar y hacer. Vital para el Pato Pastoriza, querido por todo el grupo, de gran ascendiente sobre muchos jugadores y, fundamentalmente, sobre el Bocha. Ahí estaba él, junto a Cirrincione, el otro ayudante, la otra mano de Pastoriza. Lindo tipo este Cirrincione. Un día se acercó el representante de Puma –Takahasi Hiroyuki- y les ofreció mil dólares a cada jugador por usar los zapatos de esa marca. El Pato le preguntó a Cirrincione qué le parecía la oferta de Puma y su respuesta fue la siguiente: "Yo por una luca dólar me cargo a un Puma vivo en los hombros y doy la vuelta a la cancha".
Adorno y Cirrincione, inseparables, vivían con honda emoción todo cuanto ocurría bajo el ruido estremecedor de cornetas y bocinas con que el público japonés prolongaba el espectáculo. Y también veo al Profe Kenny, un hombre increíble con esa virtud de imponer orden y disciplina sin gritos, ni estridencias. Una verdadera columna de apoyo. Un ser cálido, amigo y fundamental en el funcionamiento de esta "secta". Él, desesperado porque se había olvidado de comprar chiclets en el hotel siendo su cábala entregarle uno a cada jugador antes de salir al campo, estaba sereno, vitalmente feliz, como si el triunfo formara parte de la programación, pero acaso ver a Trossero y Marangoni con una copa cada uno, ver y sentir un estadio vibrante, comprobar la vuelta olímpica, la tan ansiada vuelta plímpica, podría ser demasiada cosa para disfrutarla en un solo momento. Además estos muchachos de Independiente tienen la virtud de no transmitir angustias. En los siete días que compartimos no escuché una sola vez hablar a Pastoriza, a sus ayudantes Adorno y Cirrincione, al profesor Kenny, ni al presidente Iso o los dirigentes que lo acompañaron (José Frizza, Armando Di Gilio y Héctor Terrone) sobre el Liverpool. Debo confesar, en cambio, que Goyén había estudiado a los probables shoteadores de penales y a los cabeceadores, que Marangoni indagó entre los periodistas ingleses sobre últimas novedades del Liverpool y que Trossero, cada vez que podía, provocaba el diálogo con algunos de sus compañeros, sobre aquello que habían visto en Buenos Aires a través de los videocassettes. Por eso, en medio de aquel desenfreno, no me extrañó que Goyén con su sonrisa ancha e ilimitada, me bromeara con un "¡Qué mal que anduve en los centros, ¿vio?!"
Le digo lo primero que se me ocurre, lo que le hubiera dicho cualquier hincha rojo: 'Grande Bocha, grande'. Me mató, me contestó algo así como "Bien, sí, pero pudimos andar mejor". Veo a Burruchaga abrazando a su fiel e inseparable amigo Clausen sin separar las mejillas por algunos minutos. Veo a Enrique con la misma sonrisa agrandada, la actitud suficiente de sus veinte años y siguiendo una broma que empezamos el primer día. Le digo: 'Sos un jugador de entrecasa; cómo arrugaste, cómo te achicaste'. ¿Qué me podía contestar? "No le dije que si jugaba yo, estos no podían perder…" Y por fin, por fin, lo veo sonreír a Trossero. Habíamos empezado mal en el viaje de ida, durante una tertulia que duró varias horas, polemizamos. Lo de siempre: ¿por qué discute tanto con los árbitros? ¿Por qué se queja de cualquier fallo? Severo, agudo, firme, me respondió: "Yo soy así, no me banco las injusticias, y lo digo, y chau. Y, ojo –me advirtió- no voy a cambiar". No me pareció del todo sincero hasta que al día siguiente, en la primera práctica, Pastoriza me pidió que actuara de árbitro. Es que él, Adorno, Cirrincione y Kenny se integraban al picado y hacía falta alguien que pitara. Acepté. El primer foul que le cobré en contra, creo que me insultó y me hice el burro. A los pocos minutos le marqué un out-ball en contra y tiró la pelota lejos y despectivamente. Comprobé, entonces, que aquel hombre no mentía: le daba lo mismo la final de la Copa del Mundo dirigida por Arppi que un picado informal arbitrado por un voluntario e ineficiente referí. Ese hombre, que junto con Marangoni y Goyén fueron los únicos en hablar, evaluar y preocuparse por el Liverpool, era tal como se definía. Allí, en el podio, su actitud rigurosa se tornaba tierna, vital, transparente. Y también vi a Adorno, un apasionado, una ametralladora hablando, definiendo, trabajando. Un loco del fútbol que no para de pensar y hacer. Vital para el Pato Pastoriza, querido por todo el grupo, de gran ascendiente sobre muchos jugadores y, fundamentalmente, sobre el Bocha. Ahí estaba él, junto a Cirrincione, el otro ayudante, la otra mano de Pastoriza. Lindo tipo este Cirrincione. Un día se acercó el representante de Puma –Takahasi Hiroyuki- y les ofreció mil dólares a cada jugador por usar los zapatos de esa marca. El Pato le preguntó a Cirrincione qué le parecía la oferta de Puma y su respuesta fue la siguiente: "Yo por una luca dólar me cargo a un Puma vivo en los hombros y doy la vuelta a la cancha".
Adorno y Cirrincione, inseparables, vivían con honda emoción todo cuanto ocurría bajo el ruido estremecedor de cornetas y bocinas con que el público japonés prolongaba el espectáculo. Y también veo al Profe Kenny, un hombre increíble con esa virtud de imponer orden y disciplina sin gritos, ni estridencias. Una verdadera columna de apoyo. Un ser cálido, amigo y fundamental en el funcionamiento de esta "secta". Él, desesperado porque se había olvidado de comprar chiclets en el hotel siendo su cábala entregarle uno a cada jugador antes de salir al campo, estaba sereno, vitalmente feliz, como si el triunfo formara parte de la programación, pero acaso ver a Trossero y Marangoni con una copa cada uno, ver y sentir un estadio vibrante, comprobar la vuelta olímpica, la tan ansiada vuelta plímpica, podría ser demasiada cosa para disfrutarla en un solo momento. Además estos muchachos de Independiente tienen la virtud de no transmitir angustias. En los siete días que compartimos no escuché una sola vez hablar a Pastoriza, a sus ayudantes Adorno y Cirrincione, al profesor Kenny, ni al presidente Iso o los dirigentes que lo acompañaron (José Frizza, Armando Di Gilio y Héctor Terrone) sobre el Liverpool. Debo confesar, en cambio, que Goyén había estudiado a los probables shoteadores de penales y a los cabeceadores, que Marangoni indagó entre los periodistas ingleses sobre últimas novedades del Liverpool y que Trossero, cada vez que podía, provocaba el diálogo con algunos de sus compañeros, sobre aquello que habían visto en Buenos Aires a través de los videocassettes. Por eso, en medio de aquel desenfreno, no me extrañó que Goyén con su sonrisa ancha e ilimitada, me bromeara con un "¡Qué mal que anduve en los centros, ¿vio?!"
Pastoriza, a su manera
Cuando
entraron al vestuario, apoyaron las dos copas en la camilla donde una
hora y media antes Nilo Bonell y Saturnino Las Heras habían masajeado
con aceite de almendras y una leve dosis de Fonalgón las piernas de los
16 jugadores que ingresaron a la cancha. Cada campeón, espontáneamente,
sintió la necesidad de besarlas. Después, cuando Ricardito Alfieri les
pidió que se pusieran todos juntos, para una foto, empezaron a cantar.
Primero despacio, después con mayor énfasis. El "Dale campéon" fue
atravesando paredes como si aquel canto litúrgico quisiera llegar, de
una vez, hasta la lejana Avellaneda. Hinchas que viajaron especialmente
–unos veinte-, dirigentes, periodistas, todos estábamos allí. Y en un
rincón, feliz pero silencioso, José Omar Pastoriza. Todo cuanto había
observado de él en el momento de la ceremonia fue un beso a su esposa,
Liliana, quien junto a la esposa del doctor Fernández Schnoor viajaron a
ver el partido como parte de un tour que incluía otras ciudades. Allí,
en un rincón, estaba él. Con la misma serenidad con que el día anterior,
junto con los técnicos del Liverpool y autoridades de la Confederación
Sudamericana y de la UEFA, participó en la reunión donde se definirían
varios temas reglamentarios. Al Pato, lo que más le importaba era
imponer la pelota Tango de Adidas y no la que proponían los ingleses.
Dijo a todo que sí, aceptó que el arquero suplente inglés no llevara
número en su camiseta porque al 13 los ingleses no lo quieren por mufa,
se mostró gentil y amable, resolvió hablando en francés un punto
reglamentario respecto del cambio de arquero en los penales para el
fatídico caso en que el titular se lesione y ya se hayan hecho los dos
relevos de campo y cuando se llegó al punto que a él le interesaba, lo
miró a Teófilo Salinas, al árbitro Arppi y como quien no quiere la cosa,
susurró: "Ah, jugamos con la Tango adidas, ¿no?" Un sí rotundo de
Salinas y del juez y asunto concluido.
Admirados y respetados
Por
eso al ver que el doctor Fernández Schnoor se ha metido en la cocina
apenas entró al hotel el primer día para arreglar y programar los menús
de todos los días en que Independiente estaría en Tokio; al ver que el
profesor Kenny maneja los horarios y los dice el día anterior a cada
sesión; al ver que Adorno y Cirrincione se distribuyen las tareas dadas
por él; al ver que nadie llega tarde, nadie se duerme, a nadie se
espera, nadie grita, nadie se siente estrella, vuelve sobre el tapete el
tema sobre quién trabaja y quién no trabaja. O mejor dicho qué es
trabajar y qué es no trabajar en fútbol. Independiente, de quien no nos
contagiamos para nada sobre el partido contra el Liverpool y su
importancia, nos demostró que todo estaba previsto o nada se había
dejado de hacer. Cuando nos fuimos del
estadio, cientos de manos se levantaron para saludar a los campeones.
Tras un alambrado, chicos y adolescentes japoneses simbolizaban con su
sonrisa, admiración y respeto. La respuesta fue llegar hasta ellos,
firmar autógrafos, sacarse fotos y regalar banderines y escuditos.
Luego, al llegar al Takanawa Prince Hotel, un murmullo admirativo se
prolongó en aplausos. Uno a uno, los jugadores se prestaron a todo.
Desde el héroe Percudani, ganador del auto Toyota por ser considerado el
mejor jugador del campo, hasta el suplente menos ilustre. El paso de
Independiente por Japón había dejado algo más que un testimonio o una
cita estadística, una representatividad digna, auténticamente deportiva,
absolutamente cabal. Así como queremos, así como soñamos. El equipo del salame y queso. Y qué lástima que se acabó…
Hoy Holan repiensa su futuro. En el pecho de cada campeón trepida su
medalla. Veo en Campaña a Santoro o Goyén; advierto que Amorebieta,
Franco, Bustos pudieron ser Clausen, Villaverde, Trossero o el "Loco"
Enrique; Nico Domingo o el "Torito" Rodríguez no son pero parecieron ser
Giusti o Marangoni… Y Gigliotti recordó a Yazalde, Bertoni o Mario
Rodríguez… Y todos ellos parecieron girar alrededor del más grande, del
inigualable "Bocha" Bochini. Algunos jugadores se irán. Se abrirán otras
historias y sobrevendrán nuevos sueños de nuevos actores. Será una pena
perder al chico Barco, el jugador de mayor crecimiento y trascendencia
en el plantel. La Superliga y la Libertadores los estarán esperando con
tribunas sin espacio y el sonido ininterrumpido del orgullo rojo en cada
garganta. Los que se queden y aquellos otros que lleguen aprenderán
desde el primer día que esa camiseta responde a una cultura, que esa
cultura implica una pasión idealizada y que todo ello se define como
"mística roja". O sea, sostener la humildad y el sacrificio de "un equipo de salame y queso…".
Material de archivo: @maxiiroldan
Infobae
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