Si se exceptúa el gol en contra de Arregui (Temperley, tres partidos atrás), pasaron 502 minutos para que un jugador de Independiente
volviera a hacer un gol. Y cuando lo consiguió -Denis, de cabeza- no
sirvió siquiera para empatar, ni para calmar la ansiedad ni modificar
una desazón que se acentúa. Un gol que estuvo lejos de generar
satisfacción o entregar consuelo. Casi que parecía una burla del
destino. Una recompensa tardía, un dulce que no dejaba de ser agrio. Las
decepciones acumuladas llevaron a que desde las tribunas del estadio
Libertadores de América bajaran las estrofas con entonación de
ultimátum: "El domingo, cueste lo que cueste, el domingo tenemos que
ganar...".
A
este Independiente que no cumple con las expectativas, que contagia
nerviosismo, sus hinchas le pidieron que dentro de una semana triunfe de
visitante en el clásico frente a Racing
. El fútbol a veces funciona así, tiene una dinámica incongruente: a un
equipo que no respondió a la exigencia razonable de ganarle a la
formación B de San Lorenzo
, que transmitió más inmadurez que un rival integrado casi en un 50 por
ciento por juveniles que se asoman a la primera división, se lo intima a
que responda al desafío mayor de ganarle al adversario de toda la vida.¿Puede este Independiente cumplir con la demanda de unos simpatizantes cada vez más impacientes e intolerantes con un equipo que se consume en su impotencia? El fútbol siempre tiene acontecimientos imprevistos, que no responden a la lógica, pero si Independiente es capaz de resolver positivamente el clásico se habrá distanciado no sólo de la imagen híbrida que entregó ayer, si no que pondrá una bisagra a la floja campaña en este torneo y otras decepciones aún recientes y dolorosas, como lo fueron las eliminaciones en las copas Argentina y Sudamericana.
Quizá a Independiente le venga bien ir al Cilindro vecino, a no quedar baja la mirada inquisidora de su gente. Es un equipo que sucumbe a la presión y a la responsabilidad, al que el murmullo reprobatorio se le hace estruendo en los oídos. Le quema la pelota y se le nubla la mente.
A Independiente se le ve una idea de juego: asociación, posicionamiento en campo rival, futbolistas que abran el frente de ataque, propuesta ambiciosa. Pero también se le advierte una alarmante falta de jerarquía, de recursos individuales. Hay jugadores que están por debajo de las condiciones que mostraron en algún momento: Vera, Ortiz, Benítez, Rigoni.
La falta de resultados erosionó la confianza y el equipo cae presa del pánico. En esas circunstancias, tampoco aparecen los líderes, los futbolistas con personalidad para absorber la presión. Si el Rojo tiene a alguno de ese tipo, debería dar un paso al frente cuanto antes. Para que, por ejemplo, no ocurra una jugada que debería ser una anécdota, pero que en realidad fue todo un símbolo de la obnubilación general: Benítez, dentro del área, remató al arco y la pelota dio... en la espalda de Vera.
En medio de un desencanto justificado, a Independiente le quedó una esperanza a la que aferrarse: el pibe Ezequiel Barco. A los 17 años, quizá no terminó de tomar conciencia del difícil momento del Rojo. Entonces, muestra el atrevimiento que le falta al resto; pide la pelota más que ninguno; gambetea con la convicción de que no lo van a frenar; le apunta al área con la determinación que escasea en sus compañeros. Y mostró una precisión que casi no existió en los pies de Figal, Toledo, Ortiz, Vera.
Hasta ahora, Barco es el gran acierto de un Gabriel Milito que no logra que el equipo rinda de acuerdo con su libreto. Lo hizo saltar de la sexta división a la primera, sin escala en la reserva. Ya hizo un gol, a Godoy Cruz, por la segunda fecha, cuando pocos imaginaban que Independiente iba a pasar por este calvario de la falta de puntería (ayer contabilizó 22 remates) y eficacia (sólo cinco fueron al arco). Barco no pasó la prueba en River y Boca, y Jorge Griffa lo acercó a Avellaneda desde su Villa Gobernador Gálvez natal. En un panorama de jugadores que parecen gastados, Barco transmite energía, ilusión. Los aplausos y reconocimiento de los hinchas son sólo para él; el resto recibe recriminaciones y silbidos; en algunos casos, tanto para el que entra (Sánchez Miño) como para el que sale (Rigoni).
Gabriel Milito, que descartó que el problema sea de actitud, intenta mostrarse sereno, con control de la situación, aunque deja de ser analítico y le responde con mordacidad al periodista que le plantea si se juega el puesto en esta serie de tres clásicos consecutivos: ya perdió con San Lorenzo y le esperan Racing y River.
Flojo en defensa (Figal y Toledo fueron una suma de errores), irresoluto en ataque, Independiente se hinchó de una posesión (casi el 73 por ciento, contra el 27 del Ciclón) que lo expuso en sus carencias. Milito respetó siempre el planteo y los cambios que hizo fueron puesto por puesto, con una media hora de Denis (un gol y otro cabezazo al travesaño) más productiva que los 60 minutos de Vera.
"Es un momento difícil y todo cuesta el doble", reconoció Milito, un mariscal que no consigue levantar a su tropa, que va de partido en partido con balas de fogueo, un pertrecho hasta ahora insuficiente y que está emplazado a recargar con pólvora para la batalla del domingo.
Diario La Nación
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