Llovía. El aguacero parecía una de esas tempestades que presagian tragedias, un antes y un después, alguna calamidad. Y fue en ese instante, en medio de un diluvio universal que aquel Dios del fútbol, personaje de la mitología futbolera que jugaba en puntas de pie, figura sagrada del Diablo dijo basta. Ricardo Enrique Bochini, 53 años, 706 partidos en Independiente, ganador de cuatro Copas Libertadores, dos Copas Intercontinentales, campeón del mundo en 1986 e ídolo de Diego Maradona pidió el cambio. Fue el final, la despedida definitiva. Antes, el 5 de mayo de 1991, había jugado su último partido en Independiente. Pero volvió 16 años después. El Bocha había logrado lo improbable: el pase de Independiente gestionado a través de la AFA y la firma de un contrato con Barracas, que en ese entonces estaba gerenciado y hacía de local en Bolívar. Fue su reinvención retratada en 41 minutos, lo que le aguantaron las piernas contra los veinteañeros y los de treinta y pico de Deportivo Argentino de Pehuajó. Una noche, allá, en Bolívar, lejos de las grandes luces, como quien busca refugio en las sombras, el creador de un estilo de pases le fue infiel por primera y única vez a su camiseta.
Bochini creyó que era un partido más, uno de tantos. Uno como el que había jugado en 1992 con un equipo de Laboulaye, Córdoba, en un amistoso contra Atlanta. “Ese día la rompí, jugué una barbaridad”, le dice a Enganche. Y revela lo que sintió esa tarde, cuando ya se pensaba un ex jugador: “Hacía un año que me había retirado, pero con el partido que jugué contra Atlanta, que estaba en la B, creí que podía volver. Esa fue la única vez que me lo planteé seriamente: pensé en jugar otra vez en Independiente”. Bochini también recuerda otro partido con una camiseta distinta. La del día en que reforzó a Argentinos Juniors y compartió equipo con Maradona. Aquella vez el Bocha no fue el 10, si no el 8. La 10 la vistió, por supuesto, Diego. Y juntos, dice, hicieron un desparramo: el 15 de agosto de 1979, en el cumpleaños 75 del club de La Paternal, dos de los Rolling Stones del fútbol argentino arrastraron a su equipo a una victoria 5 a 4 sobre Talleres de Córdoba, en cancha de Vélez. Fue una fiesta. Fue un derroche de fútbol. Fue una noche de realismo mágico. Pero fue un amistoso.
La única vez que Bochini jugó oficialmente con otra camiseta fue el 25 de febrero de 2007. O hay que decirlo desde la negación: fue el día en que Bochini no jugó para Independiente. “Después, con el tiempo, me di cuenta que eso significaba no haber jugado el último partido en Independiente. Pero ya está”. Bochini dice ya está, resignado. El tipo que podía desafiar al destino durante los partidos, lo que no puede es cambiar la historia. “Acá nadie se olvida de la vez que jugó Bochini”, dice el periodista Sebastián Mesquida, del diario La Mañana de Bolívar. Sus recuerdos se entreveran bajo esa lluvia que define como “torrencial”. Aunque una imagen nítida sobrevive en sus recuerdos, más que las jugadas de Bochini. “Había un señor que gritaba ‘gracias, Bocha, gracias, Bocha’”. Era un mantra, la adoración a un hombre que doblaba en edad a los otros 21 y que no corría; no porque no pudiera, sino porque no le hacía falta. “Yo estaba al lado de uno de los bancos de suplentes -sigue Mesquida- y detrás del alambrado estaba ese hincha, que no era de acá, supongo que sería de Buenos Aires, y no dejaba de gritarle. Fue algo impresionante porque el señor, un hombre grande, no paraba de llorar. No me olvido más. Cómo lloraba, agradecido, ese hincha por Bochini”.
El 10 de los de rojo reclama. La camiseta, casualmente, es del color que siempre usó Bochini. Una coincidencia que, al menos, no destiñe el contraste de verlo jugar para otro equipo. El árbitro acaba de anular un gol. Hubiese sido el empate, pero Fernando Álvarez, con la venia de uno de sus asistentes, sanciona off side. “Qué cobrás”, repite Bochini. Lo dice con insistencia. Lo dice cuatro veces. Lo dice haciendo gestos. “No me acuerdo que haya protestado tanto, pero debe ser así”, concede el protagonista de esta historia once años más tarde. No era un gol que iba a decidir nada en su carrera futbolística. Bochini hizo goles memorables y significativos: como el que le marcó a la Juventus de Italia en la final Intercontinental de 1973, luego de una doble pared con Daniel Bertoni. O el que le hizo a Talleres de Córdoba en la final del Nacional 77, cuando el Rojo jugaba con ocho jugadores y su rival con once. O los dos que le hizo a River en otra final, un año después. Esta vez el enojo de Bochini es en un partido del torneo Argentino C (ahora Federal C, que también dejará de existir), una noche escondida para las marquesinas del fútbol. La jugada puede verse en YouTube: Bochini le pasa la pelota al 11, que devuelve la pared, otra vez el 10 la juega de primera, esta vez para el 7, que define: el arquero da rebote y el 11, que no se desentiende de la jugada, la empuja al gol. En ese momento, el equipo local perdía 1 a 0. “Protesté porque cuando jugás, querés ganar y hacerlo lo mejor posible. El fútbol se disfruta tomándolo en serio”, dice ahora Bochini. Ahora es en una charla telefónica en la que también comenta su actuación: “Jugué normal, como uno más. No brillé, pero cuando tocaba la pelota lo hacía bien”. La crónica del diario La Mañana publicada al día siguiente destacó que “fue la despedida del Bocha, quien cosechó aplausos y ovación cada vez que la pelota pasó por sus pies”. En el casi medio tiempo que jugó, Bochini intentó hacer de sí mismo: dibujó dos paredes y tiró un caño, que no prosperó.
La idea de la transferencia más rara del fútbol argentino fue del periodista y entonces gerenciador de Barracas, Enrique Sacco. Hincha de Independiente, el hombre que logró que el 10 histórico del Rojo jugara para otro equipo había pergeñado un plan: tentar a su ídolo con un partido homenaje. En efecto, en la camiseta de Barracas de aquella vez se leía en el dorsal la leyenda “Bochini” y debajo del apellido, “homenaje Barracas Bolívar”. La pregunta que le había hecho Sacco fue tan simple y directa como el estilo que tenía Bochini para asistir a los delanteros: “¿Te animás a jugar un ratito?”. El Bocha pensó que iba a soportar 20 minutos, rodeado de velocistas que pondrían el partido en modo fast forward, mientras él lo haría en cámara lenta. Jugó el doble de tiempo. De alguna manera, había que justificar el entramado burocrático que tuvo que gambetear para ponerse otra camiseta que no fuera la de Independiente. 
A los 41 minutos del primer tiempo lo reemplazó Sebastián Hauche, primo de Gabriel, quien jugara en Racing antes de irse al exterior. A esa altura, el partido estaba 1 a 1. Sus temores previos acerca de cómo se vincularía con sus compañeros los resume sin eufemismos: “No sabía si me iban a dar la pelota. Algunos corrían con la pelota y yo miraba. Pero cuando me acercaba al 4 o al 5, me la daban. Los delanteros en cambio encaraban solos, eran muy rápidos.
Mientras se jugaba el segundo tiempo, el mundo en Bolívar se había detenido  alrededor de Bochini. “Había mucha gente de Independiente”, dice Mesquida. Cuando Bochini salió, se rompió el hechizo: solo faltaba el final para completar la estadística. Barracas Bolívar B (la otra versión jugaba en la Primera C, luego de ascender de la D en 2004) ganó 2 a 1 y quedó cerca de la clasificación en su zona. Pero esos datos son parte del archivo. El corazón de esta historia nada tiene que ver con el resultado. Luego del partido, Luciano Ruiz declaró que jugar con Bochini había sido “inolvidable”. Ese día llovía. Y sin embargo, el estadio Deportivo Municipal con capacidad para 7.000 personas estaba poblado en un 70 por ciento. “Para un partido como ése, en el que jugaba el equipo B de Barracas, el de la liga, es hablar de muchísima gente. Y más por cómo estaba el clima”, subraya Mesquida.
Daniela Roldán tampoco podrá olvidarse de la noche en que vio a su ídolo en su ciudad. Ella fue la ganadora de la camiseta que se sorteó y que ahora atesora como una pieza única de colección. Una reliquia que lleva implícita la marca de autenticidad: la última camiseta oficial de Bochini. 
“Terminé muy cansado, no podía seguir. No me preparé demasiado para ese partido”, se sincera el 10. Bajo una lluvia que casi no dejaba ver, levantó los brazos y se despidió. Eduardo Sacheri, hincha de Independiente, alguna vez escribió que el paraíso que imaginaba tenía una cancha de fútbol. Y para que fuera verdaderamente un paraíso, los partidos que ahí se jugaran tenían que ser con lluvia. Quizás Bochini, sin saberlo, estaba escribiendo el final de aquel cuento. Por supuesto, con una camiseta roja. Aunque no fuera la de Independiente.
Télam
 
Página 12