Es tentador, hasta esperable, caerle al fútbol como culpable de lo que pasó en el Kempes. Se jugaba el clásico cordobés, claro. Balbo escapaba como podía después de que alguien, presumiblemente el Sapito Gómez, lo acusara del imperdonable delito de ser hincha de Talleres y habitar la tribuna de Belgrano. “Esta yuta de mierda/no quiere entender/que Belgrano /es el capo cordobés”, gritaban muchos contemplando el cuerpo inerme del chico. El círculo cierra, perfecto: masas descontroladas, barbarie, folclore mal entendido, fanatismo.
Pero acaso haya margen para otra mirada: el fútbol acaba de ofrecerse, una vez más, como escenario para que saquemos a relucir lo peor de nosotros. ¿Qué culpa tiene el fútbol de abrirle la puerta a quien mira agonizar a otro como si se tratara de una película, como lo revelan varios videos ? ¿Se volverían honestos de golpe, si no existiera el fútbol, esos animales que le robaron las zapatillas a Balbo mientras se moría?
El fútbol argentino está enfermo, y lo está hace mucho tiempo. Lo corroboran cada día la violencia en las canchas, los desatinos dirigenciales, la corrupción y la desidia en el manejo de los clubes, la urgencia por ganar como sea. No hay discusiones al respecto. Pero el problema es que la sociedad argentina no está menos enferma que el fútbol. Somos tan intolerantes de lunes a sábado que no hay modo de que no lo seamos el domingo. Suele importarnos tan poco el otro que vemos cómo un tipo es golpeado en nuestras narices y no se nos mueve un pelo. Y si nos irrita tanto el que piensa distinto, ¿por qué nos resultaría normal que un hincha de otro equipo ocupe nuestra tribuna?
La lucha contra la violencia en el fútbol resultó históricamente ineficaz, si es que alguna vez fue política de Estado. Mal puede combatirse a los criminales si se financia su presencia en un Mundial. Pero falta educación, cultura cívica, respeto por el otro. Habrá que entenderlo. O impostar enojo hasta el próximo Balbo.
Diario Clarín
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